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Llevamos un par de milenios identificando el origen de las mareas en la Luna y el Sol, incluso antes de saber qué era la gravedad. Pero traducir los simples modelos que las explican al mundo real resulta sumamente complicado. Hay muchos más factores en juego que pueden hacer que en medio del océano no haya mareas.
Tendencias06/07/2022Hace ya más de 2 000 años que fuimos capaces de conectar la subida y bajada del nivel del mar durante las mareas con el movimiento de la Luna alrededor de la Tierra. Incluso antes de que entendiéramos qué era la gravedad o de que consideráramos a la Luna como un objeto con cierto tamaño y situado a cierta distancia. Y aún así, de los modelos teóricos más simples a la práctica hay todo un mundo (y un satélite y una estrella).
La manera más sencilla de entender y mostrar la creación de las mareas por parte de la Luna es imaginando un planeta Tierra en el que el agua cubre la totalidad de su superficie con una profundidad uniforme. Es decir, un planeta Tierra sin continentes y sin un relieve oceánico. De esta forma las mareas serán la consecuencia de la atracción gravitatoria de la Luna, que deformará la capa de agua que rodea a la parte sólida del planeta. Si esta atracción fuera uniforme, es decir, fuera igual de intensa en la parte de la Tierra cercana a la Luna y en su parte lejana, entonces tendríamos simplemente que toda la capa de agua se desplazaría en dirección a la Luna, creándose un único abultamiento en esa dirección.
Sin embargo la atracción gravitatoria dependerá de la distancia y la parte alejada sentirá por tanto menor atracción que la cercana, creando esto un segundo abultamiento al otro lado de la Tierra con respecto a la Luna. Estos dos abultamientos, que irán rotando con el resto del planeta a lo largo del día, causarán las dos mareas altas que suelen verse en la mayoría de costas del mundo. Pero la historia no acaba aquí. No ha hecho más que comenzar, en verdad. Porque también el Sol contribuye a este efecto y porque la Tierra no tiene el aspecto que hemos dicho antes: un 30 % de la superficie terrestre está cubierto de continentes y el 70 % restante no tiene una profundidad uniforme, sino que está plagado de elevaciones, depresiones, montes y, en general, obstáculos, que influyen sobre el movimiento del agua.
El Sol contribuye en menor medida, no porque su gravedad sea mucho menor que la de la Luna, sino porque al estar a mucha más distancia (150 millones de kilómetros frente a los 384 000 de la Luna) la diferencia entre la atracción que ejerce sobre las dos caras del planeta es mucho menor. Además, la propia inclinación de la Tierra con respecto al Sol o a la órbita lunar también influye, así como la excentricidad la órbita lunar. Nuestro satélite no orbita siguiendo un círculo perfecto, sino más bien una elipse, lo cual lo lleva a acercarse y alejarse durante distintas partes de su órbita. En el punto de máximo acercamiento, llamado perigeo, puede situarse a tan solo 355 000 kilómetros del planeta, mientras que en su máximo alejamiento, llamado apogeo, llega hasta los 406 000 kilómetros de distancia. Esta diferencia tendrá efectos en la marea. Además, la posición relativa de Sol y Luna también crearán un ciclo que aumentará o reducirá la amplitud de las oscilaciones. Básicamente cuando ambos astros se sitúen en la misma línea, su efecto se sumará y cuando se sitúen separadas por 90º, sus efectos ocurrirán en direcciones diferentes.
Pero todos estos efectos y contribuciones acaban estando a merced del hecho de que la Tierra dista mucho de ser un objeto con una forma “ideal”. La disposición de los continentes y los accidentes geográficos oceánicos puede contribuir enormemente al desarrollo de las mareas, consiguiendo incluso que no se produzcan en algunos mares y zonas del mundo.
Esto ocurre por ejemplo en el Mediterráneo, donde la diferencia entre marea baja y alta apenas supera los 20 centímetros en algunas zonas, insuficiente como para que llegue a percibirse a simple vista. Podríamos esperar que esto fuera así pues este mar sólo conecta con el resto de océanos a través del estrecho de Gibraltar, que apenas tiene unos kilómetros de anchura. Sin embargo, un efecto similar ocurre en otros mares, como en el Caribe o el mar de Japón, donde la distribución de las islas que los delimitan impiden que se formen mareas.
En estos casos el efecto no es tanto porque el flujo de agua esté limitado y por tanto la “onda” que supone el movimiento del abultamiento que sigue a la rotación de la Tierra también tenga difícil propagarse. Lo que ocurre aquí es que esa onda tiende a verse reflejada en las costas y en los accidentes geográficos que pueblan los océanos, creando nuevas ondas que interactuarán con la primordial para aumentar o disminuir la amplitud final. En casos como el Caribe y el mar de Japón, el resultado de las muchas ondas reflejadas en cada punto de la costa tendrá el efecto de cancelar casi completamente la onda principal, haciendo desaparecer las mareas.
Pero esto no solo puede ocurrir en zonas con mares estrechos o donde abundan las islas, sino también en mar abierto, en los conocidos como puntos anfidrónicos, que no son más que aquellos puntos del océano donde la marea resultante de todos los efectos mencionados es nula. En el atlántico norte, a medio camino entre Europa y Canadá hay uno de estos puntos, así como en el pacífico sur, en el océano índico y en una decena más de localizaciones, como la costa suroeste de Australia, que no experimenta mareas por este motivo.
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